Allá por el siglo I a.C., Cicerón escribió que “la agricultura es la profesión propia del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre”. Durante siglos, el campo ha sido la base de nuestra identidad y prosperidad. Los agricultores y ganaderos han garantizado nuestra alimentación, han cuidado los montes y han mantenido vivos nuestros pueblos. Hoy, sin embargo, el mundo rural se siente traicionado por unas administraciones que lo han abandonado. Las instituciones solo se acuerdan de los pueblos para exhibirlos como escaparate turístico o en campañas electorales. Pero detrás de esa postal hay un campo agonizante, y un sector agroalimentario –el que nos da de comer– tratado como un estorbo.
Un Estado que ha dado la espalda al campo
Las Administraciones, tanto la española como la europea, lejos de proteger al campo, lo ha condenado al olvido. La maraña de competencias entre la Unión Europea, el Estado español, las autonomías y los organismos locales genera un vacío de responsabilidad que se traduce en abandono. Cuando surge un problema grave, ninguna administración responde. A ello se suma una burocracia diseñada para el control político y no para la eficacia: normas redactadas desde los despachos urbanos, lejos de la realidad del agricultor y del ganadero.
El resultado son unas administraciones que prefieren mirar hacia otro lado antes que cumplir con su obligación más elemental: garantizar la vida digna de quienes sostienen el territorio.
De la desidia a la catástrofe
La negligencia institucional tiene consecuencias muy concretas. La pandemia evidenció la incapacidad de articular una respuesta coherente: territorios descoordinados, ciudadanos desprotegidos y una sensación generalizada de abandono. Con las DANAs (o gotas frías de toda la vida) y riadas pasa lo mismo: fenómenos naturales que siempre han existido se convierten en tragedias mortales porque las administraciones han dejado de limpiar cauces y mantener infraestructuras.
¿Y qué decir de los incendios forestales que asolan el país verano tras verano? Son la consecuencia inmediata de montes sin gestionar, cortafuegos olvidados y una ganadería extensiva en retroceso. No hablamos de fatalidades inevitables, sino de catástrofes anunciadas fruto de la desidia política. Cada incendio y cada riada son la factura del abandono institucional.
El sector que nos alimenta, tratado como un estorbo
El sector agroalimentario español debería ser considerado estratégico: garantiza la comida diaria de la población y sostiene la soberanía de nuestro país. Sin embargo, las administraciones lo maltratan con normativas absurdas, papeleo interminable y exigencias contradictorias para acceder a ayudas y subvenciones.
Mientras tanto, permiten que los mercados se llenen de importaciones baratas que no cumplen los estándares exigidos aquí. Es una competencia abiertamente desleal, tolerada –cuando no fomentada– por quienes deberían defender a nuestros productores. Así, agricultores y ganaderos acaban atrapados en un sistema que los empuja a abandonar, mientras el país pierde capacidad de producir sus propios alimentos.
El mundo rural, reducido a un decorado
El abandono institucional conduce, inevitablemente, a la despoblación. Miles de personas dejan atrás el campo porque se sienten solos frente a la administración. O perseguidos. No podemos olvidar trágicos casos recientes, como el de David Lafoz, el joven agricultor aragonés que acabó con su vida hace unos meses porque no aguantaba “la presión de trabajar 18 horas diarias para no vivir”, según sus propias palabras.
Así, los pueblos se vacían, se envejecen, se apagan. Y lo más grave: en demasiados casos, quedan reducidos a meros decorados para el turismo rural. Se nos quiere convencer de que con casas rurales y fines de semana gastronómicos se resuelve la crisis del medio rural, cuando en realidad lo que se necesita son servicios públicos dignos, oportunidades de trabajo y un reconocimiento real al papel del campo.
Lo que urge antes de que sea tarde
Si de verdad queremos frenar la sangría, es hora de hablar claro. La soberanía alimentaria no se defiende con discursos vacíos, sino con medidas concretas: exigir los mismos estándares a los productos importados que a los nacionales, simplificar la burocracia, devolver dignidad y protagonismo a agricultores y ganaderos, reforzar la gestión forestal profesional y apostar por la ganadería extensiva. El campo no pide privilegios, pide justicia. Y el país entero debería exigirla, porque sin campo no hay futuro.
Volviendo a las palabras de Cicerón, si la agricultura es la profesión del sabio y la ocupación más digna para un hombre libre, debemos preguntarnos qué modelo de ciudadano quieren nuestras administraciones. Porque con sus políticas actuales no se fomenta la libertad ni la sabiduría, sino la dependencia y la sumisión. La llamada “España vaciada” es, en realidad, la España abandonada por sus gobernantes, la España traicionada por unas instituciones que deberían defenderla. Si no cambiamos de rumbo, ese olvido será insalvable y, con ello, se olvidará también la dignidad de todo un país.








